“El bar es claramente un espacio de escritura. ¿Quién de nosotros no se enamoró en un bar, o no lloró en un bar, o no se metió en un bar a resguardarse de la lluvia o a leer un libro?”. Con esta pregunta inauguró Mariana Travacio la tercera edición de “Rituales de Café”, un maridaje entre pocillos de café, fragmentos literarios e historias de bares y barras en primera persona.
Nació en Rosario, la tierra de Bar El Cairo. Creció en San Pablo, “una ciudad sin Cafés”. Se volvió escritora en Buenos Aires, la capital del “¿nos tomamos un café?”. Y en este encuentro por el Día de los Cafés Porteños, hizo un recorrido por los que acompañaron su carrera académica, su vida adulta, su escritura y sus lecturas. “El Café es un sitio de encuentro y reunión, y es también un lugar al que uno va a estar solo. Un lugar en el que uno se resguarda”, sostiene Mariana, para quien el bar fue, en algún momento, un espacio para arreglar el mundo.
“En un bar me casé, en un bar me divorcié, un bar me enamoré, en un bar lloré una tarde entera, en un bar me sentí muy feliz. Los bares tienen todas estas posibilidades, también la de perder el tiempo. También la de leer o la de escribir. Yo trato de sentarme en la misma esa y que me atienda el mismo mozo y obligarlo a que me pregunte si quiero lo de siempre y responderle que sí, que quiero lo de siempre. Es como certificar en ese gesto que uno es uno porque uno va a ese bar”.
“San pablo era una jungla de cemento, desprovisto de cafés. Cuando vine a vivir a Buenos Aires, fue todo un hallazgo. Yo digo que soy una porteña implantada: enseguida me encantó esta cuestión del bar”. A fines de los 70 comenzó a frecuentar el Varela Varelita con sus compañeros de teatro en donde, recuerda, tomó la primera ginebra de su vida. También pasaba tiempo en los Cafés de Avenida Corrientes: La Paz, La Ópera, La Giralda. “En los bares uno se junta a hablar de la inmortalidad del cangrejo: es ese placer socrático del diálogo”.
“En mi primer departamento de soltera, durante mi época de estudiante, solía estudiar en dos bares que quedaban en la esquina de Guise y Charcas, cuando Palermo era un barrio de bares antiguos, verdulerías y gomerías. A uno lo llamaba el “Bar de los taxistas”: tenía azulejos celestes y mesas de fórmica. En la vereda de enfrente había otro, un bar chiquito: tugurio noctámbulo, de levante, de tomar whisky, de mesas de hombres solitarios y melancólicos que pasaban horas fumando. Si era de día, bajaba al bar de los taxistas. Si era de noche, al tugurio lleno de humo en el que podía leer y estudiar tranquila”.
“En cada mesa se reproduce un orden absolutamente íntimo. En una, dos se pelean; en otra, dos se están enamorando; en otra, dos están firmando un pacto”. Mientras Mariana hablaba, en cada mesa pasaba algo diferente: algunos tomaban notas, otros sacaban fotos, y Pilar Sahagun la dibujaba, confirmando que la hoja en blanco no es un salto al vacío, sino una puerta de entrada. A una nueva lectura. A un nuevo cuento. Al Café de siempre.